EL ENTRENADOR DEL GYM - HISTORIA ERÓTICA
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Cuando me mudé a esta ciudad lejana, lo último que tenía en la mente era meterme al gimnasio. Siempre había sido medio-gordita y ya no me molestaba en absoluto —salvo los vestigios de inseguridad que me habían dejado el matoneo de la adolescencia—, iba por la vida afanada por otras presiones más grandes, acababa de dejar todo lo que conocía y empezaba de cero en un mundo desconocido.
Aún no tenía amigos, mi trabajo era monótono y la ciudad parecía sumergida en un marasmo invernal, aunque el sol brillaba alto todos los días y los vientos de mayo despelucaban las flores primaverales. La publicidad del gimnasio me apareció de la nada, apenas una imagen promocional en Instagram que mostraba a un vikingo bien trabajado, de mirada segura y músculos firmes, casi como el muñequito Ken que promocionaban en televisión. Sí, ya sé que los estándares de belleza eran inventos sociales, pero…, ¿qué culpa tenía yo de que aquel chico fuese mi tipo?
Entré a la cuenta del gimnasio y descubrí que aparecía en una de cada cuatro fotos. ¿Miembro recurrente?, ¿cliente del mes?, ¿actor pagado?, ¿miembro del staff? No aparecían etiquetas a su cuenta de Instagram, tampoco referencias a su nombre, no lo veía entre los likes ni los comentarios. Sólo por curiosidad —claro—, les escribí para solicitar información sobre el gimnasio, como si estuviera interesada de verdad, cuando en mi armario no había ni una sola blusa deportiva, ni zapatillas para correr, ¡ni siquiera un brasier apropiado!
No sólo me respondieron desde la cuenta del gimnasio, sino que también me siguieron y les dieron like a varias de mis fotos. Me invadió una curiosidad gigantesca cuando me pidieron que fuera en persona para una charla personalizada y completamente gratuita. El mensaje venía firmado por el administrador del gimnasio: Morten.
Busqué el nombre completo en Google y en menos de diez segundos ya tenía su perfil de LinkedIn y Twitter, con pocos seguidores y poco contenido, pero era él. Esos ojos diáfanos, ese cabello de oro, esa piel de leche fresca. Se veía alto y musculoso, reunía todos los estereotipos de los que tanto nos quejábamos mis amigas y yo, pero…
Pero era divino. Simplemente divino.
Acordamos el encuentro para el día siguiente, bien temprano en la mañana, y me trasnoché por los últimos almacenes abiertos del único centro comercial de la ciudad en busca de ropa deportiva que se acomodara a mi presupuesto, al menos para mi única visita, pues la curiosidad no era tanta como para andar inscribiéndome de verdad.
Me sentí incómoda con las blusas ceñidas y me costó quererme esa mañana frente al espejo, pero la curiosidad seguía empujándome a ese encuentro fortuito de lunes festivo, con calles desiertas y ventanas cerradas, en donde sólo se escuchaba el escándalo de las gaviotas y todo el mundo prefería dormir hasta tarde.
No había nadie más en el gimnasio, incluso pensé que me había equivocado de día y andaba haciendo el ridículo como la forastera que era. Morten emergió como una aparición y se me hizo incluso más guapo que en las fotos, con una sonrisa tierna y una expresión benevolente, y también con unos shorts ajustados que me hacían desviar la mirada de sus ojos.
Me dio un breve recorrido por las salas del gimnasio y luego empecé un entrenamiento sencillo en la caminadora, algunos estiramientos rutinarios, ejercicios básicos, pero todo esto me dejaba exhausta y me avergonzaba su mirada atlética. Él no me juzgaba, me miraba con curiosidad, como estudiándome, como comprendiéndome, como si en verdad quisiera ayudarme con los entrenamientos. ¿Será eso por lo que me miraba tanto el culo?
Cuando empecé el levantamiento de pesas, me acosté en una de las infernales máquinas y agradecí que no hubiese más clientes para verme tan desgraciada, sólo Morten, que seguía mirándome con una expresión más coqueta. ¿Me lo estaba imaginando?
Ya estábamos en los últimos estiramientos cuando él decidió ayudarme, sentí sus manos en mi cintura mientras mantenía una distancia prudente, temeroso de asustarme, pero entre susto y susto terminé mordiéndome la lengua y fingí caer hacia atrás para golpear su cintura con mis nalgas. Fue allí cuando sentí su enorme erección.
Él me miró aterrado, como esperando una bofetada, como esperando un insulto, pero lo único que pude hacer fue mandar mi mano al bulto de sus shorts y sentirlo húmedo, candente, palpitante, con ansias de explorar el mundo. Con ansias de explorar mi cuerpo.
Todo escaló con rapidez, nos arrancamos la ropa a manotazos, con furia, con besos apasionados. Él era mucho más alto que yo, me alzaba entre sus brazos como si fuera una muñeca, sentía sus manos de gigante maniobrando mi figura, apretando, pellizcando, cosquilleando cada tramo de mi piel.
Nos hervimos en los vapores del sauna, se mezclaban las respiraciones, se agarraban las pieles para sentirse mejor, para cogerse mejor, y yo le susurraba palabras tiernas mientras él seguía con sus ojos fijos y furiosos, mordiéndose el labio y dándome duro. Su abdomen marcado iba de acá para allá, adelante y atrás, sacudiendo mi pelvis y metiendo hasta el fondo su verga de oro.
Con su mano libre me agarraba una teta, la apretaba, maniobraba con los puntos sensibles de mi cuerpo y era como si me conociera mejor de lo que me conocía yo misma.
Yo gemía, él gritaba de júbilo, brotaba testosterona por sus poros de macho indomable, con su aire de marido urgente, con su desenfreno de toro, como si estuviese cogiendo por primera vez, pero eso era imposible, lo hacía muy bien, lo hacía a la perfección, me tenía delirando como un alma perdida, me tenía contando estrellas entre los tablones del sauna, me tenía alborotada como un terremoto. Yo era su tipo.
Sus gestos se hicieron más fuertes, los gruñidos más furiosos, el placer aún más candente, los músculos tensos, la piel erizada. Sacó su pene en los últimos instantes de su gloria, cuando yo también gritaba de emoción por el orgasmo mutuo.
La explosión de semen llovió sobre mi cuerpo desnudo, navegó por las curvas de mi abdomen, fluyó entre los surcos de mis pechos y la sentí en el borde de mis labios con aquel sabor de piña colada.
Jadeamos por una eternidad, llenamos los pulmones de aire, restablecimos el ritmo enloquecido de nuestros corazones. Nos desinflamos como los globos y nos limpiamos brevemente en la ducha, exhaustos y revitalizados al mismo tiempo, invadidos por el júbilo de sonrisitas tontas y el cuerpo nublado de placer.
Yo no sabía qué decir, qué pensar, qué hacer. Lentamente fui recogiendo mi ropa tirada de cualquier manera, arreglando mi peinado, calzándome las zapatillas. Me despedí como si nada, pues no sabía si para él había sido un acto impulsivo, algo del momento, ¿y si ya estaba arrepentido?
Ya estaba saliendo por la puerta cuando él se despidió detrás del mostrador. Me giré para verlo y él añadió:
—Mañana hacemos pierna.